Mi pequeño paraíso
En aquellos tiempos yo vivía
en la casa que siempre había soñado. En la tierra de la que el alma tiene la
nostalgia de haber sido el paraíso del que alguien decidió un día expulsarme
por el pecado que otro cometió.
Era una vivienda de madera.
Esta madera no le había costado la vida a ningún árbol, porque la había
construido únicamente con ramas (espero que tampoco le causara ningún dolor).
El fuego de la chimenea, que
me daba un agradable calor cuando deseaba que el exterior estuviera nevado e
hiciera frío, tampoco sesgó ninguna vida.
Era, por fuera, una pequeña
habitación que, para construirla, no había tenido que despejar de vida ni un
solo centímetro cuadrado de vegetación.
Por dentro era pequeña cuando
me apetecía su apariencia acogedora, pero enorme para que contuviera cuanto
necesitara.
Mi pequeña morada daba por uno
de sus lados al inmenso bosque de todos los árboles y plantas de siempre, con
todos los animales que lo han habitado, con las aguas claras y puras de no
haber sido mancilladas. A las densas selvas donde se prohibió que el sol llegara a los suelos. El jardín más coloreado, con todas las flores, con
todos los frutales que me alegraban los sentidos.
Otro lado de la casa, con su
respectiva puerta y ventana, me comunicaba con playas de
arenas inmaculadas y mares transparentes, con sus días soleados. Los acantilados donde golpear el oleaje los días lluviosos y ventosos.
Las más hermosas vistas
nevadas las podía contemplar desde la puerta que mira las cordilleras donde los
picos y montañas recortaban el azul celeste del día o el colmado de estrellas
de la noche.
Otras puertas y ventanas daban
a las praderas, a las sabanas, a los desiertos, los cálidos y los helados, los verdes y los rojos, a los inmensos paisajes
polares.
Conocía a todos los seres que
poblaban cada una de las regiones a las que tenía acceso desde mi pequeña
vivienda. Todos nos respetábamos.
En mi casa, que no era sólo
mía, vivíamos todos los seres que amábamos la paz. Eran innumerables. Y disfrutábamos de nuestra compañía. O estábamos felizmente solos cuando nos apetecía el silencio.
Éramos infinitos seres gozando
de la paz y el respeto que supone saberse todos iguales, conocerse todos, formar parte de un
todo en el que ninguno sobraba, en el que nos podíamos considerar todos
imprescindibles, pues la ausencia de cualquiera era motivo de tristeza.
Aquél día llegó alguien que
quería contarlo todo. Quería saber cuántos árboles había, cuántas estrellas,
cuántos animales, cuántas personas.
Quería saber el nombre de cada
uno.
Quería saber cuáles eran
mejores y cuáles peores. Cuáles más fuertes, cuáles más rápidos, cuáles más
ágiles, cuáles más grandes, cuáles más caudalosos, cuáles brillaban más.
Le expliqué que en mi paraíso
todos somos absolutamente iguales de rápidos, fuertes, ágiles, grandes,
caudalosos y brillantes.
Él no me quiso creer. Afirmaba
que no hay dos cosas o dos seres que sean totalmente idénticos. Insistí pues
deseaba hacerle ver que el creerse distintos es la causa de todos los males.
Aún así pretendió clasificarnos, enumerarnos, ordenarnos, graduarnos.
Entonces supe que era la
semilla que habría de sembrar la cizaña y el desacuerdo.
Le tuve que matar.
Pero Dios no lo entendió.