jueves, 14 de julio de 2016

La partida de ajedrez (1)

La partida de ajedrez (1).

En tiempos de Alhaken II (segundo Califa de Córdoba) vivió el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos: Ahmed Abdul. Según las crónicas de la época, jamás perdió ninguna de las partidas que celebró. Ni siquiera (salvo en una ocasión) cedió unas tablas. 
Ahmed debía su reputación a diversos motivos. El primero era no haber conocido nunca la derrota. Según la leyenda, había nacido sabiendo jugar al ajedrez. Hasta el punto que algunos jugadores hindúes, a los que en tantas ocasiones se enfrentó y derrotó, habían llegado a afirmar de él que era la reencarnación de cierta divinidad.
Otra causa de su fama era su ceguera. Su invidencia absoluta. Sin embargo, sin indicación de ningún tipo, sabía cuál era el movimiento que su rival hacía en cada jugada, así como dónde estaban situadas todas las piezas en todo momento y la que procedía mover.
Sus jugadas las realizaba inmediatamente después de su rival. Casi sin lapsus de tiempo, sin el mínimo ápice de duda. Se podría decir que sin meditarlas. Pero todas eran consideradas las más correctas, adecuadas e idóneas. Quienes le veían jugar quedaban maravillados y sorprendidos. No se le conoció jamás un error. Siempre colocó todas las piezas perfectamente centradas en el correspondiente escaque del damero, a pesar de su ceguera.
Pero había algunos datos más que destacaban en su juego. El primero de ellos era que jamás sacrificaba una pieza, ni siquiera para cobrar ventaja. Dicen que jugaba con los ojos vendados para que no le vieran derramar lágrimas cuando perdía alguna de sus fichas en el desarrollo de la partida. También se afirmaba de él, que cada vez que una pieza del rival era capturada, la rendía honores mediante una solemne reverencia.
Además, únicamente jugaba con las negras.
Para Ahmed Abdul, el ajedrez era una batalla sin tregua y prefería no ser él quien la iniciara. Por eso, permitía al rival que jugara con las blancas.
Sin embargo, en cierta ocasión cedió unas tablas. Fue una partida que engrandeció aún más su fama. Aquel día vino a desafiarle un ajedrecista persa del que también se decía que no había conocido jamás la derrota.
Ahmed Abdul aceptó gustoso el reto. Amaba tan profundamente el ajedrez que los buenos jugadores siempre eran bien recibidos. Pero su rival le impuso una condición, que él admitió tras largas horas de conversación y meditación. Ahmed jugaría con las blancas.
No sabía a qué se debía aquel deseo de su rival. Posiblemente fuera porque su fama de jugador invencible venía acompañada de su deseo obsesivo de jugar siempre con las negras. También pudiera deberse a que su rival, de la misma manera que él, prefiriera las negras, pues con ellas desarrollaba mejor su juego.
Lo cierto es que si el persa pensó que Ahmed sería más débil jugando con las blancas, se equivocó. En el movimiento cinco, Abdul llevaba ya una ventaja en la disposición de sus fichas. En el diez, el persa había capturado a dos peones blancos, mientras que Ahmed, además, había arrebatado un caballo a su contrincante. Para el quince estaba la partida tan decidida que lo único que quedaba por saber era por cuánto tiempo más se prolongaría.
Pero en el diecinueve ocurrió algo inesperado: cuando el persa iba a tirar el rey en señal de rendición, Ahmed solicitó tablas.
Ninguno de los presentes pudo comprender que estando tan decantada la partida a favor del jugador ciego, éste decidiera no derrotar a un rival venido desde tan lejos para retarle.
El jugador persa, cuyo nombre no transcribo por no haberlo recogido la historia, aceptó humildemente las tablas, pero sabiéndose perdedor de la batalla disputada. Sus acompañantes tomaron debida nota de que la partida no había tenido vencedor. Es decir, que su representante no había sido derrotado por el invencible Ahmed.
Cuando el persa se dispuso a partir de regreso a su país, fue a despedirse de su rival y le dijo:
-Te estaré eternamente agradecido. Si me hubieras derrotado, yo habría muerto y mi hija hubiera sido vendida como esclava.
-Lo sé -contestó Ahmed-. Me lo ha revelado el rey de negras.
El persa no dudó de las palabras de Ahmed. Sabía que decía la verdad.

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