La partida de ajedrez (1).
En tiempos de Alhaken II (segundo Califa de Córdoba) vivió el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos: Ahmed Abdul. Según las
crónicas de la época, jamás perdió ninguna de las partidas que celebró. Ni
siquiera (salvo en una ocasión) cedió unas tablas.
Ahmed debía su reputación a diversos motivos. El
primero era no haber conocido nunca la derrota. Según la leyenda, había nacido
sabiendo jugar al ajedrez. Hasta el punto que algunos jugadores hindúes, a los
que en tantas ocasiones se enfrentó y derrotó, habían llegado a afirmar de él
que era la reencarnación de cierta divinidad.
Otra causa de su fama era su ceguera. Su invidencia
absoluta. Sin embargo, sin indicación de ningún tipo, sabía cuál era el
movimiento que su rival hacía en cada jugada, así como dónde estaban situadas todas las piezas en todo momento y la que procedía mover.
Sus jugadas las realizaba inmediatamente después de su
rival. Casi sin lapsus de tiempo, sin el mínimo ápice de duda. Se podría decir
que sin meditarlas. Pero todas eran consideradas las más correctas, adecuadas e
idóneas. Quienes le veían jugar quedaban maravillados y
sorprendidos. No se le conoció jamás un error. Siempre colocó todas las piezas perfectamente centradas en el correspondiente escaque del damero, a pesar de su ceguera.
Pero había algunos datos más que destacaban en su
juego. El primero de ellos era que jamás sacrificaba una pieza, ni siquiera
para cobrar ventaja. Dicen que jugaba con los ojos vendados para que no le
vieran derramar lágrimas cuando perdía alguna de sus fichas en el desarrollo de la partida. También se afirmaba de él, que cada vez que una pieza del rival era capturada,
la rendía honores mediante una solemne reverencia.
Además, únicamente jugaba con las negras.
Para Ahmed Abdul, el ajedrez era una batalla sin
tregua y prefería no ser él quien la iniciara. Por eso, permitía al rival que jugara con las
blancas.
Sin embargo, en cierta ocasión cedió unas tablas.
Fue una partida que engrandeció aún más su fama. Aquel día vino a desafiarle un
ajedrecista persa del que también se decía que no había conocido jamás la
derrota.
Ahmed Abdul aceptó gustoso el reto. Amaba tan
profundamente el ajedrez que los buenos jugadores siempre eran bien recibidos.
Pero su rival le impuso una condición, que él admitió tras largas horas de
conversación y meditación. Ahmed jugaría con las blancas.
No sabía a qué se debía aquel deseo de su rival.
Posiblemente fuera porque su fama de jugador invencible venía acompañada de su
deseo obsesivo de jugar siempre con las negras. También
pudiera deberse a que su rival, de la misma manera que él, prefiriera las
negras, pues con ellas desarrollaba mejor su juego.
Lo cierto es que si el persa pensó que Ahmed sería más débil jugando con las blancas, se equivocó. En el movimiento cinco, Abdul
llevaba ya una ventaja en la disposición de sus fichas. En el diez, el persa
había capturado a dos peones blancos, mientras que Ahmed, además, había
arrebatado un caballo a su contrincante. Para el quince estaba la partida tan
decidida que lo único que quedaba por saber era por cuánto tiempo más se
prolongaría.
Pero en el diecinueve ocurrió algo inesperado: cuando el persa iba a tirar el rey en señal de rendición, Ahmed
solicitó tablas.
Ninguno de los presentes pudo comprender que estando
tan decantada la partida a favor del jugador ciego, éste decidiera no derrotar
a un rival venido desde tan lejos para retarle.
El jugador persa, cuyo nombre no transcribo por no
haberlo recogido la historia, aceptó humildemente las tablas, pero sabiéndose
perdedor de la batalla disputada. Sus acompañantes tomaron debida nota de que
la partida no había tenido vencedor. Es decir, que su representante no había
sido derrotado por el invencible Ahmed.
Cuando el persa se dispuso a partir de regreso
a su país, fue a despedirse de su rival y le dijo:
-Te estaré eternamente agradecido. Si me hubieras
derrotado, yo habría muerto y mi hija hubiera sido vendida como esclava.
-Lo sé -contestó Ahmed-. Me lo ha revelado el rey de
negras.
El persa no dudó de las palabras de Ahmed. Sabía que decía la verdad.
El persa no dudó de las palabras de Ahmed. Sabía que decía la verdad.
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