sábado, 30 de abril de 2016

Una póliza de 25.

    
Una póliza de 25.

     La interminable fila de rostros vencidos avanzaba lentamente. El silencio sólo lo interrumpía una sucesión de voces imperativas que venían desde detrás de aquellas dos cajas, una encima de la otra, que hacía las veces de ventanilla.         
        Siguiente, ordenó alguien para indicar que era el turno del preso que ocupara el primer lugar en la cola.
Papeles, le gritó un soldado al prisionero como si no se encontraran uno a un par de palmos del otro.
Apto, vociferó el oficial tras inspeccionar los documentos aportados.
Cuando llegó mi turno se oyeron nuevamente aquellas palabras reiteradas hasta la abominación: siguiente, papeles,...
De uno de mis bolsillos extraje varias hojas dobladas en cuartas partes y las deposité sobre el mostrador de maderas podridas. El oficial desdobló los documentos, más sucios que viejos, y los examinó con esa natural repulsión que mostraba en todo lo que hacía.
No apto, me chilló como si yo estuviera sordo, falta una póliza de 25.
Intenté protestar pero como contestación escuché las mismas órdenes dirigidas a alguien que compartía mi suerte: siguiente, papeles,...
Me quejaré al coronel García, que es amigo mío, dije en un arrebato de valentía impropio de mí, mientras a empujones era obligado a abandonar la sala.
De vuelta a mi celda pude ver cómo los que habían sido declarados aptos se colocaban junto al paredón y el desmotivado pelotón de fusilamiento descargaba contra ellos una ráfaga que acababa con sus vidas.
Mis oídos, sin embargo, apenas prestaron atención a la orden de fuego y al disparo de los fusiles. En mi cabeza únicamente se repetía: falta una póliza de 25.
García no me recibió. Desde que le dieron un carguillo ya no se acuerda de los amigos de toda la vida.
En las celdas nos hacinamos todos los que hemos sido declarados no aptos para ser fusilados. Cada uno por diversas circunstancias.
En mi caso, porque me falta una póliza de 25.
¿Y dónde encuentro yo ahora la maldita póliza? 

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