domingo, 29 de mayo de 2016

Mi pequeño paraíso

Mi pequeño paraíso

En aquellos tiempos yo vivía en la casa que siempre había soñado. En la tierra de la que el alma tiene la nostalgia de haber sido el paraíso del que alguien decidió un día expulsarme por el pecado que otro cometió.
Era una vivienda de madera. Esta madera no le había costado la vida a ningún árbol, porque la había construido únicamente con ramas (espero que tampoco le causara ningún dolor).
El fuego de la chimenea, que me daba un agradable calor cuando deseaba que el exterior estuviera nevado e hiciera frío, tampoco sesgó ninguna vida.
Era, por fuera, una pequeña habitación que, para construirla, no había tenido que despejar de vida ni un solo centímetro cuadrado de vegetación.
Por dentro era pequeña cuando me apetecía su apariencia acogedora, pero enorme para que contuviera cuanto necesitara.
Mi pequeña morada daba por uno de sus lados al inmenso bosque de todos los árboles y plantas de siempre, con todos los animales que lo han habitado, con las aguas claras y puras de no haber sido mancilladas. A las densas selvas donde se prohibió que el sol llegara a los suelos. El jardín más coloreado, con todas las flores, con todos los frutales que me alegraban los sentidos.
Otro lado de la casa, con su respectiva puerta y ventana, me comunicaba con playas de arenas inmaculadas y mares transparentes, con sus días soleados. Los acantilados donde golpear el oleaje los días lluviosos y ventosos.
Las más hermosas vistas nevadas las podía contemplar desde la puerta que mira las cordilleras donde los picos y montañas recortaban el azul celeste del día o el colmado de estrellas de la noche.
Otras puertas y ventanas daban a las praderas, a las sabanas, a los desiertos, los cálidos y los helados, los verdes y los rojos, a los inmensos paisajes polares.
Conocía a todos los seres que poblaban cada una de las regiones a las que tenía acceso desde mi pequeña vivienda. Todos nos respetábamos.
En mi casa, que no era sólo mía, vivíamos todos los seres que amábamos la paz. Eran innumerables. Y disfrutábamos de nuestra compañía. O estábamos felizmente solos cuando nos apetecía el silencio.
Éramos infinitos seres gozando de la paz y el respeto que supone saberse todos iguales, conocerse todos, formar parte de un todo en el que ninguno sobraba, en el que nos podíamos considerar todos imprescindibles, pues la ausencia de cualquiera era motivo de tristeza. 
Aquél día llegó alguien que quería contarlo todo. Quería saber cuántos árboles había, cuántas estrellas, cuántos animales, cuántas personas.
Quería saber el nombre de cada uno.
Quería saber cuáles eran mejores y cuáles peores. Cuáles más fuertes, cuáles más rápidos, cuáles más ágiles, cuáles más grandes, cuáles más caudalosos, cuáles brillaban más.
Le expliqué que en mi paraíso todos somos absolutamente iguales de rápidos, fuertes, ágiles, grandes, caudalosos y brillantes.
Él no me quiso creer. Afirmaba que no hay dos cosas o dos seres que sean totalmente idénticos. Insistí pues deseaba hacerle ver que el creerse distintos es la causa de todos los males. Aún así pretendió clasificarnos, enumerarnos, ordenarnos, graduarnos.
Entonces supe que era la semilla que habría de sembrar la cizaña y el desacuerdo.
Le tuve que matar.

Pero Dios no lo entendió.

2 comentarios:

  1. ¡Me ha sorprendido!!. Es el primer relato tuyo que leo completo. Me ha dejado descolocada. Está en una línea surrealista que sorprende. En conjunto me ha gustado, aunque para mi gusto es un poco amargo. Me he de acostumbrar a este sabor poco a poco. Seguiré leyendo tus relatos.... Saludos

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    1. Muchas gracias por tu comentario, Mariví. Creo que el conjunto de mis relatos va en esa línea. Seguramente no es del gusto de todo el mundo, pero me permite expresarme.

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